Ya estamos a Noviembre. Mes de embrollos y de futuros posibles que se cubren con una densa bruma que me hace pensar si es que en realidad podemos tomar en serio lo que nosotros entendemos como futuro, o si bien, el futuro no es más que una proyección de deseos fantasiosa.
Cuando estas incertidumbres se toman mi organismo, la medicina evidente para mi es la tierra y la soledad. Y en concreto, un fin de semana de camping es una de las cosas que arreglan todo. Para celebrar el cumpleaños de la Alondra, mi querida hermana, que ahora tiene 6, conversamos en un consejo familiar si es que la llevábamos al MIM, a Fantasilandia o a acampar. En este congreso familiar me incliné vehementemente por la última opción, porque creo que a mi hermana le vendría bien conocer un poco de esta tierra en que vivimos, y porque en realidad yo también lo necesitaba.
Fuimos a Laguna Esmeralda, en Melipilla. Una laguna semi-artificial en donde se hacen deportes náuticos. Buena opción para familias, pero no para aventureros errantes, pero no me quejé, porque venía de todas formas siendo parte de mi familia. El hermano Edu.
En la laguna te podías bañar. El agua era clara, no fangosa, y si sabes nadar, la otra orilla te desafíaba a que llegues nadando. Me sentí orgulloso de poder resistir 1 minuto debajo del agua sin respirar. Ahí le enseñé a mi miedosa hermana a pasar las bollas y agarrarse de mi cuando me transformaba en una bolla humana.
Armé la carpa grande, dándole instrucciones a mi hermano y a R. (es la pareja de mi mamá, pero no le digan a nadie, ¿vale?). En esos momentos me sentí una especie de hermano mayor-boy scout-survival. Me sorprendió asumir ese rol en forma espontánea. La carpa quedó hermosa; una carpa grande con dos dormitorios y un living-comedor.
Al almuerzo: anticuchos. Había quincho y hicimos una cantidad de anticuchos que dudábamos que seríamos capaces de comernos. El fuego anduvo lento y nos moríamos de hambre mientras esperábamos que estuvieran a punto, tomándonos algunas de las veintitantas latas de "Escudo" que llevábamos. Sonó y sonó y sonó la música ochentera que ponía R. y mi hermano; música que no encuentra una disposición muy favorable en mi subjetividad, que relaciona productos culturales como la música, con momentos sociohistóricos particulares.
El regalo de cumpleaños de mi hermana: Una linterna de esas que se ponen como cintillo, tipo minero. La idea era salir de excursión en la noche, cuando esté muy oscuro. Mi hermana, miedosa como todo niño mamón, me tomó mi mano y fuimos juntos a ver si podíamos dar la vuelta a la laguna a eso de las 11 y media de la noche. Al principio la asustaba y le contaba historias de los "hombres gato" que aparecían haciendo un ruido entre un gato y un bebé, y que no sabía si eran buenos o eran malos. O de que si le aparecía un murciélago, tenía que tirarse al piso, porque estaba usando un polerón blanco y los murciélagos siguen lo blanco. Pero después me di cuenta que mi hermana estaba pasando por un trance de terror mientras ibamos júntos, así que regulé mis comentarios y me volví más realista: ¿Ese ruido? Deben ser unos pájados que vuelan por aquí. No hacen nada. Mira, allá está la luz de campamento y cosas así. Su mano pequeña nunca me soltó. Le dije que no tuviera miedo y que respirara profundo, que yo la iba a proteger. Debe haber sido una interesante experiencia de vida para sus cortos 6 años.
Esa noche dormí sin ningún colchón. Le cedí la goma eva a mi hermano y me adapté a la tierrita amiga.
El día siguente fue frío y nos sorprendió la lluvia. Tuvimos que desarmar la carpa lloviendo. Aproveché de tomar otro mate más y de comerme un pan con queso de verdad, cosa que por mi situación económica actual se vuelve un lujo. Lujo fue, en todo caso, todo este viaje.
Ahora estoy más tranquilo y con bastante energía para enfrentar esta segunda semana de noviembre, llena de más desafíos y de jugadas que hacer en este tablero de piezas que siempre se están moviendo. En realidad el futuro lo vamos haciendo en estos momentos.