Al empezar el día me reuní con Iván
en el andén del metro La Merced. Salimos al mercado a comprar
moronga en las carnicerías, unos chiles cuaresmeños, cebollas y
epazote para cocinar allá en la pulquería. Le pedí que fuéramos
al Mercado de Sonora, pues había leído una etnografía de los
puestos en donde ofrecen sanaciones y productos para la realización
de rituales mágicos. Fuimos al Sonora, pero estaba cerrado a eso de
las 9 y media de la mañana. Al volver nos dimos un paseo por el
mercado de dulces artesanales y por algunos callejones húmedos en
donde caminabas al lado de las prostitutas que se repetían en cada
cuadra.
Terminamos nuestra andanza por La
Merced a eso de las diez y media de la mañana. Tomamos el metro
rumbo hacia estación Tacuba. Iván venía con su guitarra en la
espalda y una olla en una bolsa, además de algunas de las cosas que
habíamos comprado en el mercado. Al salir del metro caminamos
algunas cuadras por el sector lleno de calles y avenidas. Íbamos
bordeando la Avenida Azcapotzalco, que colindaba con una vía férrea
por donde aún pasa un tren de carga.
Nos sentamos al lado de uno de los
pilares que sostienen la avenida Azcapotzalco, que tiene justo un
paso sobre nivel. A un lado, sigue la vía férrea; al otro, algunas
calles y avenidas que se intersectan. Tomamos un par de cubetas que
estaban “guardadas” en el punto en donde el pilar se bifurca para
sostener la autopista, que se eleva y se curva en lo alto. El piso es
de tierra, aunque hay veredas que rodean el lugar en donde estamos
sentados. Nos quedamos conversando sobre distintas dimensiones del
pulque y su consumo.
Estábamos en eso cuando se nos acerca
un “güero” con un bolso negro en una mano y un lustrín de
lustrabotas en la otra. El sujeto tiene rasgos europeos y viste una
camisa con los primeros botones desabrochados. El hombre se presenta
con una actitud cortés y nos pide permiso para platicar con
nosotros. Mi amigo Iván lo invita con un afecto cordial estándar,
que he visto en muchos mexicanos cuando tratan con desconocidos, una
especie de “cortesía hacia el desconocido” que invita, pero al
mismo tiempo percibo lo suficientemente fría como para alejarse si
el desconocido ya no agrada. El señor se presenta, pero no recuerdo
su nombre. El hombre nos invita a un conchito de un licor que lleva
en una petaca plástica; un destilado de maguey. Se la ofrece a Iván
y toma un pequeño sorbo. Me la ofrece a mí y tomo otro. Nos empieza
a contar su historia: era comandante de la policía federal y se
había casado con una italiana, una mujer “así de alta”,
indicando con su mano su altura de metro y setenta y cinco. Nos contó
emocionado que tenía un hijo que fue una de las 64 mil víctimas de
la guerra absurda de Calderón. Desde ese entonces se vino abajo y
dejó la institución para dedicarse a lustrar botas.
A continuación le pide la guitarra a
Iván, quien la saca de la funda y se la ofrece con cortesía. Nos
dice que nos va a tocar un bolero de la década de los 40'. Me parece
una hermosa canción. Después empieza a tocar una ranchera. Su voz
retumba entre los anchos pilares y la pared que bordea la vía férrea
al fondo de esa especie de “habitación abierta” que es el lugar
en el que estamos.
En eso estábamos cuando se aparece por
la calle Don Chon, un hombre mayor, de unos setenta años, vestido
con jeans y camisa a cuadros, cabello de un color gris claro que
llega a ser blanco. Iván me presenta como un amigo chileno que
quería conocer el pulque. Nos saludamos y empezamos a conversar. Le
dijimos entre los dos que nos habíamos conocido en la pulquería de
Jumil, en Santo Domingo y que Iván me había traído a probar el que
según él era el mejor pulque que se podía encontrar en el DF. Que
habían mejores por el estado de Hidalgo y de Tlaxcala, pero que el
pulque de Don Julián (así se llamaba el pulquero), era muy bueno
porque “no pasaba por la aduana”.
Don Chon me contó que él tomaba
pulque desde los 19 años. Que siempre había tomado en ese lugar,
pero que en su juventud no había puentes ni calles ni nada, que era
un sitio vacío en donde llegaba la suegra del actual pulquero a
vender su producto. La ciudad había cambiado mucho desde ese
entonces, pero la pulquería seguía ahí, al menos su “espíritu”.
Me contó además que antes habían en los alrededores unas siete
pulquerías y que, según contaba Helena Poniatowska, en México
había una pulquería en cada cuadra.
Iván constató que nos faltaba el
aceite para cocinar, así que fuimos a un supermercado cercano a
comprarlo. Dejamos encargados nuestros bolsos y la guitarra. Al dejar
el lugar ya venían llegando nuevos asistentes, hombres de unos 40
años para adelante. Al volver con el aceite, pasamos por el lado de
el otro pulquero que ya había llegado. El atendía a un público más
joven de unas cinco personas que ya estaban formando un círculo.
Iván saludó a una mujer y un joven y me presentó, al paso,
mientras seguíamos dirigiéndonos hacia donde los mayores. “Este
pulque de acá también es bueno, pero a algunos les afecta el
estómago”, me contó.
Al volver adonde el grupo de Don
Julián, comenzamos a preparar el dispositivo que usaríamos a modo
de parrilla: dos pedazos de tabique separados por unos 20
centímetros, en donde pondríamos algunas ramitas, papeles, envases
de unicel y otros plásticos para comenzar a hacer el fuego. Cuando
estábamos en eso llegó por fin la camioneta de Don Julián. Eran
aproximadamente las doce y ya habían unas diez personas incluidos
nosotros.
Nos costó trabajo prender el fuego,
pues se apagaba una vez prendido y no se alcanzaban a prender bien
los pedazos más grandes de madera, que iban a ser el principal
combustible. Gracias a la ayuda de Don Chon pudimos prenderlo, pues
nos consiguió pedazos de cartón de unas cajas que fueron
suficientes para prender la madera. Cortamos la moronga con una
navaja que había traído Iván y cortamos la cebolla. Los chiles los
tiramos enteros a la olla. Mientras dejamos ahí la comida, nos dimos
cuenta de que la olla iba a ser muy pequeña para la cantidad de
animados comensales. No importa, Iván se propuso hacer dos tandas de
comida.
Y empezamos a pedir los primeros
'pulmones' (o 'melones', entre muchos más nombres). Don Julián me
ofreció del dulce y del fuerte. Tenía también aguamiel. Después
de probar en un vasito plástico un poco del dulce y un poco del
fuerte, me ofreció 'campechanearlos', o sea, combinarlos. El pulque
tenía una consistencia menos ligosa que el que había probado en
Jumil. Según Iván, hay pulques más o menos 'babosos', pero la baba
del pulque de Jumil era “baba de nopal” con la que combinaban el
pulque. El pulque de Don Julián era bueno “porque no pasaba por la
aduana”. Me explicó que para ingresar pulque al Distrito Federal,
los pulqueros o comerciantes normalmente pasaban por la aduana y los
funcionarios no permitían el paso de pulque con una gradación
alcohólica mayor a cuatro grados. El pulque de Don Julián, según
Iván, “tiene entre ocho y nueve grados”.
Se hacía una ronda grande de
asistentes y ya empezaba a “hacer hambre”. La comida estaba casi
lista y enviamos a un chico a comprar tortillas, dos kilos. Según
Don Chon, a la moronga todavía le faltaba un poco. Ya estábamos
hambrientos cuando llegaron las tortillas, que depositamos en su
bolsa sobre uno de las cubetas que fungió como mesa de centro. Así,
cada cual podía pararse, tomar sus tortillas y hacerse su taco de
moronga, o en su defecto, su taco de chile cuaresmeño cocido. Los
primeros estaban divinos. La comida se acabó rápido y tuvimos que
preparar pronto la segunda tanda.
Los asistentes estaban bien interesados
en conversar conmigo. No muchos chilenos se pasan a servir un
pulquecito por ahí. Llegó Cesar, mi amigo historiador, cuando la
fiesta ya se había prendido. Iván empezó a guitarrear algunas de
las canciones de Rodrigo González y otras del TRI. Parece que a los
asistentes les gustaba más lo clásico de la música mexicana.
Y así pasaron los minutos y horas y
pulques. No recuerdo, por más que lo intento, la cantidad exacta de
pulque que tomé, pero ya el sol se había puesto cuando nos dimos
cuenta de que la noche se había instalado y muchos asistentes habían
partido. Ya nos preparábamos para despedirnos de lo que Cesar llamó
“la pulquería metafísica”, en donde el tiempo pasó por arriba,
sin alterar el espacio de encuentro y comunión que ya lleva varias
décadas instalado en ese punto. Nos despedimos y partimos y sólo en
ese entonces nos dimos cuenta de lo borrachos que estábamos. Resulta
que el pulque, al ser una bebida alcohólica “viva”, sigue
fermentando aún incluso después de que uno se la toma. Eso
significa que después de que te has tomado tus pulques, te sigues
emborrachando con el que tienes dentro. O sea que el viaje en el
metro fue con un nivel de lucidez deplorable. Sin embargo, después
de algunos inconvenientes (por ejemplo, Cesar se equivocó de andén
y se fue a la estación terminal del norte, siendo que iba a la del
sur), llegué a mi cama, siempre dispuesta a ofrecerme un lugar
blando para pasar la borrachera.