Hoy caminé como por 50 siglos esta tarde y llego aquí a derrumbarme como torre de Babel orgánica en mi casa oscura.
Todo atardecido, con las patas como las de un caballo que ganó una carrera absurda de cuarta categoría en un hipódromo que no existe.
Y mi cuerpo se escindió; no sé si se hizo más grande o más débil o ambas cosas simultáneamente.
Anduve por aquellas zonas en donde la urbe se vuelve ubre, y donde todos los caminos te pierden de la Roma prehispánica que fue Tenochtitlan, con sus gladiadores conquistados por la pólvora y la cruz.
Anduve en un punto en que las iglesias metafísicas eran peinadas, literalmente, por una horda de motorizados conejos-robots que te llevarán lejos... lejos.
Pasé por edificios viejos, grandes, nuevos, rojos, vidriados y encementados.
Por ahí vivían unos niños que tiraban balones de rugby dentro de las botillerías y sus padres borrachos jugaban con ellos.
Los metrobuses rojos circulaban por insurgentes como los rojos insurgentes circulaban el Mexico revolucionario anterior al metrobus.
Me acompaño un rebaño de camarones metidos en una empanada frita, a la fuerza, rodeados por una cárcel de mayonesa y bañados en un limón que no pudo ser más exprimido.
Eso fue mi almuerzo.
El sol se me puso en oro constante antes de que me tragara el metro y me vomitara en mi barrio, que me estaba esperando con sus señoras que gritan sus esquite, sus jaleas multicolores y las cositas luminosas que imantan el corazón de niños que anhelan luz.
Llego a mi casa solo para encontrar mi resuello cansado derramarse en letras binarias circunscritas por el maldito cuadrito blanquito, que encuadra mi libertad en este artilugio que Google diseñó para engañarme.
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