martes, 27 de julio de 2010

El Día sin Tiempo

Fue como la decisión tonta, como el tontearse y tomar una decisión que es hermosa, pero desconocida, como una bruma arcoiris que da lo mismo si se disipa o no. El día se mañaneó fácil; nunca supe cómo era el ringtone que nos despertó. Mi cuerpo se responsabilizó hormonalmente. El plan se nos fue armando como con un juego magnético de acciones y reflejos: te movías y los campos magnéticos hacían que algunas piezas (que eran posibilidades para el día) se acercaran y otras piezas (las posibilidades que no fueron), se alejaran.

Fue ligero equipaje para tan intenso viaje.

Me declaro mañanero frustrado. Lo supe cuando sentí el placer de comenzar un día fuera de mi ciudad habitual a eso de las 9 y media, lleno de expectativas. Una señora nos habló de Jesus. La echamos a sonrisas heréticas. Nos fuimos donde la Nancy. No sé si se llama así la señora de la hostal que nos recibió, pero da lo mismo, la llamaré Nancy. Sí, es Nancy. Esa casa que es como el alter-hogar de mi casa de República, pero en Valpo. Distinta, pero igual que siempre, allá en Avda Uruguay, subiendo el cerrito, para el que sabe...

Quisimos ir a los cerros lejanos y camuflados de cotidianeidades populares coloridas. "Subimos en picada", aunque siguiendo la cadencia histórica de nuestros paseos. El sol estafaba al invierno con un verano porteño. La verticalidad frente a lo oblicuo se te pega en las piernas; en los gemelos. Tuvimos que comprar dos manzanas y un plátano por $200.

C. Merced, C. Las cañas y C. Ramaditas. No sabía que un cerro podía tener ese nombre tan infantil. Una infantil viejecita nos dijo que en realidad estábamos lejos. Más allá estaba sólo el bosque; el bosque de Valpo.

Al almuerzo, calle y choripan; tecito y anticucho en la O'Higgins. Y partimos a recorrer ese museo adonde se sale por Aldunate con Ferrari. Retrocedimos por los cerros pintados por manos doctas y profanas. Pasamos por esos cafés y esas hostales que también están pintadas. En realidad todo estuvo pintado con spray y con mosaicos pegados a los asientos semicirculares.

Salimos con una cosa redonda y grande que se comía como única figura en la mente compartida. ¡Pero no! Teníamos que ir a Playa Ancha. (Y el sol de verano porteño estaba poniendose rojo de verguenza). La micro nos cobró $300 y llegamos a una explanada con dos arcos de fútbol en una nada redonda y polvorienta en donde el viento jugaba de arquero y siempre la tiraba para afuera. Nos fuimos pa' otro lado y nos devolvimos para el mismo. El sol nos pidió que lo siguiéramos para recibir su beso crepuscular frente al mar, allá, en La Piedra Feliz. Nunca pensé que ibamos a llegar allá. Sinceramente, pensé en que nos podíamos matar ahí, siendo leyenda de cueca chora; que en realidad el suicidio hubiese sido el máximo regalo, el fin del ciclo de dos años y dos seres que se despedían...

¡Pero no!

Las gaviotas salieron revoloteando por sobre las cabezas que se besaban con ese faro y el SHOA de fondo. Sí, el SHOA. Fotos al sol poniéndose, que era como un recordatorio galáctico de que no somos nada.

La noche se caminó por el camino más largo. Todos se tiraron desde LA PIEDRA FELIZ mientras nos volvíamos a ese territorio que según yo era el fin de Valpo, ese fin militar. La luna flotaba sobre Viña, en celo. Pasamos por la U Católica de Valpo; un castillo feo. Todo se hizo grande llegando al puerto, incluido el dolor de nuestros pies. La noche se nos pegaba como tohalla mojada en el cuerpo. Así caminamos y caminamos, volviendo a pensar en esa cosa redonda y gigante que se come.

El domingo en la noche de Valpo fue luminoso, sabroso y fogoso. (se quemó el alcohol hasta el retozo). Espesamos nuestro sueño cansado entre maderas martilladas por un maestro demoledor ("Tranquila señora, déjeme martillarle los cimientos de la casa pa' que se le venga toda abajo").

25 de Julio para el calendario gregoriano. El día sin tiempo para el calendario maya. Un día que no se olvida es siempre hoy.

martes, 20 de julio de 2010

Scarlet

A la salida de mi casa la encontré. Estaba ahí en la escalera, una especie de hogar sin hogar. Sola, abandonada. Intentó hablar conmigo pero la extrañeza evitó que tuviera la confianza como para decirle alguna palabra. Hace un tiempo escuché que los vecinos le decían Scarlet.

Cuando fui bajando mi bicicleta por las añosas escaleras, me di cuenta de que ella me seguía. Notaba en ella eso que tu notas cuando viene un vagabundo gritando y pidiéndote algo, una especie de esfuerzo por superar la soledad a gritos, de lograr un puente contigo construido en base a la fragil mirada de dos extraños.

Su pelo largo, sucio, enfermo, no lograba ocultar su "belleza natural", su cierta opulencia potencial. Imagino que si esta niña hubiera recibido los cuidados y atenciones de un hogar, su conducta podría haber sido más humana, más cordial.

Al subirme a mi bici, ya abajo, vi que ella se me aproximaba, como pidiéndome que la llevara, que no la dejara sola. Sentí lo que sientes cuando ves a un niño de la calle, una especie de compasión mezclada con el sentimiento de que no eres tú el que tiene que asumir la responsabilidad por este ser abandonado; el miedo de que una mínima muestra de carño fuera a provocar un apego tan intenso a mi persona que mi partida se volvería intolerable para ella.

Tuve que empujarla de mi lado y conducirla nuevamente a la escalera vieja, ese hogar sin hogar, y cerrar la puerta rápidamente. Antes de partir pude oir su llanto; el mismo llanto de abandono que a veces oía desde el piso de arriba, un llanto fuerte, sin verguenza, ignorado por las personas que lograban oirlo.

Al volver tres horas más tarde y abrir la puerta de madera que lleva a la escalera, salió ella a recibirme con su mirada. Subí la bici mientras le hablaba. Le decía que me siguiera con gestos, a los que ella obedecía. Dejé mi bici en el descanso de la escalera y vi que había un charco de orina. Claro, ella no tenía baño tampoco. Entonces sentí una rabia extraña para un hombre parsimonioso como yo; una rabia contra esos vecinos que le cerraban la puerta a su propia hija, que les daba lo mismo haber encerrado a una niña en ese rincón sin comida y sin baño.

Antes de entrar a mi casa, me devolví a mirarla. Nuevamente su mirada y sus pasos vacilantes hacia mi, como queriendo acompañarme a mi casa, pero con miedo a la extrañeza que nos separa. Traté de hablar en un lenguaje que fuera familiar para ella, a pesar de nuestra evidente diferencia cultural. Me respondió. Así conversamos unos segundos. Sabía que cualquier gesto mío valía mucho para ella, que no tenía nada, así que me acerqué y la acaricié la espalda efusivamente. Ella me abrazó cariñosamente.

No podía hacerla pasar a mi casa, porque las chicas ya me plantearon las cosas claras: "no hay más mujeres que nosotras en esta casa; no queremos que andes por ahí con la puta de la vecina". Respeto su opción, ya conocen lo posesivas que pueden ser las mujeres con sus hombres y lo delirantes que pueden ser sus argumentos cuando sospechan que les salió competencia, aunque tengan todas las de ganar.

Ya hablé con un vecino que no era el tutor de esta gatita. Quiero encontrarme con el otro para que este tipo de escenas no se vuelvan a repetir. Quizás con el tiempo mis niñas puedan hacerce amigas de su vecina Scarlet.

jueves, 15 de julio de 2010

El poder del minimalismo

El repetir un segmento temático y realizar una serie de variaciones en base a ese segmento va generando una especie de atmóosfera estructurante, que te permite darle una continuidad particular a tu experiencia a través de la coordinación de tus procesos fisiológicos con la estructura rítmico-melódica. Es ese acomplamiento esférico-auditivo-fisiológico-experiencial el que me ha permitido explorar misteriosos y fascinantes estados alterados de ser-en-la-musica.

En esta comunión musical, el minimalismo me parece una ruta particularmente interesante. Es imposible que te puedas abstraer de esta matrix una vez que te ensamblas con ella. Aunque no te interese la música, aunque tu atención esté puesta en otro lugar, tus latidos cardiacos, tus hormonas y finalmente tus fuerzas concientes e inconcientes estarán bailando de algun modo al ritmo mántrico de Terry Riley

domingo, 4 de julio de 2010

Perdido en Colina

De nuevo me perdí...

Hay una calle en colina que se llama Esmeralda. Es en la parte norte de colina y después de eso no hay más pueblo. Le dije al chofer del bus que me avisara cuando pasáramos por Esmeralda. Después de hacer un loop por un terminal de buses que duró 45 segundos, me di cuenta que el bus se fue por una carretera entre planicies y cerros cuáticos a la distancia (bien lindo, en todo caso). Le pregunté al chofer si habíamos pasado Esmeralda y me dijo que me había avisado diciéndome que era el paradero. Nunca lo escuché y eso que estaba en el asiento detrás del conductor. Viejo culiao, me avisó casi con el pensamiento. Me tuve que bajar en medio de la nada y cruzar la carretera a la mala con el bolsito verde de Jumbo, que ahora es de Microdatos. Es domingo y no pasan buses seguido. Me puse a hacer dedo por si alguien me ayudaba a volver a Colina. Me sorprendió negativamente la poca disposición a colaborar de los conductores. Al final me paró un bus. Un bus grande. Me querían cobrar $2900, el pasaje normal, por llegar a Colina (menos de 5 kms). Regateando, me cobraron $1000. Llegué a Esmeralda con unas 3 horas de retraso...