Es el árbol o las oscuridades arbóreas que están siempre en tu retina, con ese verde azulado, que también es húmedo.
Es la lluvia intermitente e imprescindible, que se cae y te limpia; que te azota con el viento contra los tejados o te moja finito, con un sol cómplice.
Es la acera mojada y el asfalto, que están vivos y saludan tus pies cubiertos por botas gruesas con su barro.
Es el olor a leña quemada que condimenta tus paseos urbanos y rurales por esa Tierra y ese barro y esa casa y esa leña.
Es el alcohol que le arrebatas a la noche y al frío y a las estrellas que a veces se van y a veces vienen, como el viento, como el mar.
Es la mirada sosegada y la palabra tranquila de la mujer del negocio con sus empanadas y sus mantas de tejido de ovejas mojadas por las lágrimas del olvido.
Es la ciudad asediada por el pewen, que sale de adentro y de afuera y de abajo y de arriba y de nunca y de siempre.
Es el diario regional que te saluda con noticias raras, noticias mojadas y frescas como un pescado a la venta; pescados informados de noticias y rumores de viejas sirenas.
Es el pan amasado con chicharrones y la sopaipilla a la once, once acompañada de viejitas gordas y sonrientes, sonrientes y gritonas, gritonas y abrigadoras, abrigadoras y perdidas finalmente.
Es la nostalgia de las tierras que se abandonan y que te esperan abandonadas, como la madre que ve partir a su hijo al mar y su hijo regresa del mar, llorando.
Es la carne ahumada, el pescado ahumado, la longaniza ahumada; la vida ahumada.
Es la sangre derramada que nutre la tierra y nutre el odio, al mismo tiempo.
Es la distancia, la lejanía y la indiferencia hacia el centro gris.
Es la llegada.
Es el sur.
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